En estos días pasados ha tenido lugar en Montreaux (Suiza) una nueva ronda de pesimistas conversaciones entre los principales bloques envueltos en la dramática y sangrienta guerra civil en Siria. Este proceso, llamado Ginebra II, condenado a fracasar incluso antes de su inicio debe considerarse, sin embargo, un fracaso parcial.
Cuando, desde fuera, nos paramos a pensar en un conflicto bélico tendemos a simplificar la cuestión visualizando a dos partes homogéneas con posturas inflexibles que, por la fuerza, tratan de tumbar en la lona al enemigo. Tendemos a simplificar también las conexiones internacionales de cada bando, agrupando a los aliados de cada rival en función de intereses políticos, sociales o económicos. Para el espectador, cuando no le toca directamente, un enfrentamiento de tal magnitud aparece en sus vidas por sorpresa, sin adivinar los detalles de sus causas.
Pero todo es mucho más complejo.
Cuando una situación escala hasta la violencia ha pasado por diferentes fases en las que el tono se ha ido recrudeciendo, las posturas alejando y, lo que es más importante, los intereses de cada uno de los implicados diluyendo. Es un proceso de décadas, en la mayor parte de los casos, con idas y venidas, periodos aparentemente tranquilos seguidos de explosiones de violencia. Y un proceso que se ha ido gestando durante tanto tiempo es improbable que pueda resolverse en su totalidad en una mesa de diálogo moderada por un neutral.
Una mesa de diálogo que, por otra parte, no incluye a todos los protagonistas con voz en el conflicto. De hecho, no podríamos hablar de bandos homogéneos, lo que simplificaría las conversaciones, sino de múltiples facciones en cada lado que se mueven por motivaciones diversas, a veces, contradictorias y cuyo único punto de conexión es el interés por derribar al enemigo común.
Así, en Siria se da una multiplicidad de facciones que no tienen un sólo ángulo sino que forma una extensiva variedad de combinaciones étnicas, religiosas, políticas… y que persiguen objetivos diferentes para la etapa posterior al conflicto. Quizás es más didáctico comprender lo complejo de la situación con un mapa a la vista.
Por esta razón, y por muchas otras, una mesa de diálogo es un comienzo nunca un final. Sentar a parte de los implicados entorno a una mesa es una buena señal que, para el logro del objetivo final, debe avanzar en etapas persiguiendo objetivos aparentemente menores, consolidando el diálogo y superando innumerables obstáculos. Pese a la percepción de fracaso "que ambas partes se acostumbren a sentarse en una misma sala, a detallar sus posiciones y escuchar al otro”, tal y como defiende el mediador en este proceso Lakhdar Brahimi es ya todo un triunfo.